Comentario
A la muerte de Carlos XI le sucede el joven Carlos XII (1697-1718), último miembro de la dinastía Zweibrucken; de su madre, el joven heredero recibió una esmerada educación y de su padre una enorme familiaridad con los asuntos del Gobierno, tras participar regularmente en las reuniones en los Consejos. De inteligencia brillante y trato exquisito, conocía varias lenguas y tenía una marcada afición a las matemáticas aunque su gran predilección era el arte de la guerra.
Su padre había organizado un Consejo de Regencia, compuesto de cinco políticos experimentados, para que gobernase el reino hasta su mayoría de edad; en los meses siguientes realizó una política continuadora de la etapa anterior: reducción en el interior y pacifismo en el exterior, según lo acordado en la paz de Ryswik. Sin embargo, pronto aparecerían problemas; la nobleza, descontenta con los regentes por su exclusión del poder, inicia una conspiración animando al príncipe a asumir personalmente la dirección de los asuntos; con el respaldo del Senado y de las demás instituciones consultadas, Carlos XII se autocorona poco después, de manera que a los quince años aparece como un señor hereditario, patrimonial y absoluto, que fue convirtiéndose con los años en un verdadero autócrata.
Desde el primer momento acomete una serie de medidas para sanear la Hacienda y reducir el déficit público cuyo resultado fue una serie de expropiaciones territoriales a los grandes propietarios, al tiempo que colocaba al clero bajo su soberanía y limitaba la autonomía de las ciudades. Como ferviente admirador del rey Gustavo Adolfo, al que pretendía emular en todos los aspectos, intentaría recuperar para su país el poderío perdido. No obstante, la coincidencia de intereses entre sus enemigos tradicionales con otras potencias que querían crecer a costa del suelo sueco -Rusia-, determinará que Carlos XII se vuelque con todas sus energías sobre los asuntos externos, abandonando hasta cierto punto los problemas internos y creando un vacío de poder que, a la larga, sería perjudicial para la Monarquía y para el conjunto del país.
En efecto, en esta coyuntura finisecular se fue gestando un malestar nacionalista en las provincias bálticas, apareciendo grupos simpatizantes de Rusia que pronto contactan con los enemigos tradicionales de Suecia -Brandeburgo, Sajonia y Polonia- que culmina en varios acuerdos diplomáticos que preparan la llamada Guerra del Norte. Tras las negociaciones diplomáticas, en febrero de 1700 el elector de Sajonia, Augusto II, invade Livonia con un ejército de 18.000 hombres, siendo rechazados por los suecos. Ante la derrota, pide ayuda al zar y éste invade la zona de Narva, pero es igualmente derrotado. Carlos XII abandona las provincias bálticas y se vuelve contra los sajones, en la cuenca del río Dwina. Además de la guerra, Carlos utiliza otros medios: ese mismo año entra en contacto con E. Lecszynski, el jefe de la oposición polaca al rey Augusto, y conciertan una alianza para expulsar al sajón y luchar contra Rusia para que Polonia recuperara Kiev y Smolensko. Al mismo tiempo se enviaría una legación al sultán turco para animarle a declarar la guerra a Rusia. Poco después realiza una intensa ofensiva que le reporta algunos éxitos: en 1702 llega a Varsovia y, tras vencer a sajones y polacos en Kliszow, toma Cracovia; vence de nuevo a los sajones en Pultusk (abril 1703) y en el verano de 1704 puede respaldar tranquilamente la elección de Estanislao Lecszynski como rey de Polonia y concertar un tratado en octubre de ese año con el nuevo soberano sobre la base de la Paz de oliva. Por el contrario, las negociaciones tendentes a la paz con Rusia no fructifican en absoluto, llegándose a una nueva guerra que terminaría, en septiembre de 1709, con la derrota sueca en Poltava, capital para el ulterior desarrollo de los acontecimientos, originando una nueva coalición anti-sueca entre Rusia, Sajonia y Dinamarca. Poltava cambió el curso de la guerra, demostró la decadencia sueca y la irrupción de una nueva potencia en el norte de Europa, y con la huida y posterior refugio de Carlos XII en Turquía durante cinco años, debilitó la institución real en Suecia, dando paso a un parlamentarismo muy sui generis detentado por la Dieta. A fines de ese mismo año los daneses invaden el territorio sueco, mientras los rusos atacan las provincias bálticas, los suecos, impotentes para repeler ambos ataques, tienen que apelar a la rendición. Posteriormente, ni el Acta de Neutralidad de La Haya (1710), firmada entre las potencias marítimas para conseguir la neutralidad alemana en el Continente a costa de mantener al margen del conflicto las posesiones suecas en el Imperio, ni la guerra ruso-turca (1711-1713), jugaron en favor de Suecia. No se recupera ningún territorio y Carlos, aunque logra volver a su país, cada vez está más aislado, acumulando desastres. 1714 fue otro año crucial: tras la batalla de Storkyro los rusos se implantan en Finlandia estrechando sus lazos con Dinamarca; una nueva coalición entre Inglaterra-Hannover-Dinamarca y Prusia, sobre la base de un reparto de los territorios suecos, y el Tratado de Amsterdam (1720), entre Rusia, Francia y las Provincias Unidas, desencadena de nuevo la guerra. El aislamiento sueco es total; para colmo, en 1718 se inicia una nueva campaña contra Dinamarca donde el propio rey es abatido por una bala. La muerte del monarca precipita los acontecimientos: el poderío sueco se derrumba estrepitosamente, y a Ulrica Leonor, hermana del monarca fallecido y su heredera, sólo le cabe la oportunidad de pedir la paz, aunque sea en condiciones humillantes para el país. Así se firma el Tratado de Estocolmo (1719) con Hannover, Prusia y Dinamarca sobre la base de ceder Stettin, Bremen y Verden, y la Paz de Nystad (1720) con Rusia, en la que Suecia cedió Livonia, Estonia, Ingria, la provincia de Keksholm y la fortaleza de Voborg a cambio de recuperar Finlandia y recibir una indemnización de guerra.
Carlos XII ha sido considerado por la historiografía como un mal estadista. Quizá por su inexperiencia o corta edad no supo darse cuenta de la imposibilidad de seguir manteniendo una nación poderosa y reforzar el absolutismo real cuando, al mismo tiempo, ponía todos los recursos del Estado a disposición de la política exterior lo que suponía la ruina económica general- y dejaba abandonado el poder en manos de sus colaboradores para ponerse al frente de sus ejércitos. Esta prioridad trajo consigo el déficit crónico de la hacienda, la implantación de una fiscalidad sumamente onerosa, la devastación de los campos, la ruina de la manufactura, la contracción del comercio y el caos monetario por la emisión masiva de papel moneda, a lo que habría que añadir las calamidades naturales, hambrunas -especialmente criticas en 1709- y la difusión de epidemias -muy grave la de peste en 1710-1711-. Cuando volvió de Turquía intentó centrarse en los asuntos internos y reformar el conjunto de la Administración; los antiguos colegios administrativos fueron relegados y perdieron atribuciones, creándose ahora organismos burocráticos que controlaban la vida económica; reorganizó la cancillería como órgano supremo de la diplomacia, e instituyó seis expediciones a modo de ministerios, que despachaban directamente con el monarca. Las instituciones locales sufren también una cierta remodelación hasta convertirse en agentes activos del desarrollo económico; estas reformas generan una gran oposición entre los grupos que se oponían al autoritarismo. En los últimos años la cuestión política más relevante estuvo centrada en la sucesión: Carlos refrenda la Ley sucesoria de 1604 que otorgaba el trono a su hermana, que es desafiada por un sobrino del rey que aspira al trono, apoyado por un partido de Holstein, opuesto a UIrica. La rivalidad entre ambos pretendientes es manifiesta, pero la Cámara (Riksdag) decide legitimar a Ulrica cuando ella se avino á refrendar una Constitución que limitaba drásticamente los poderes del monarca y ampliaba los del Parlamento.
El breve reinado de Ulrica Leonor (1718-1720) es, en realidad, un período de transición donde se puso fin al absolutismo y comenzaba la era de la Monarquía parlamentaria. Además de firmar la Constitución, respalda las medidas que la Cámara adopta contra los núcleos pro-absolutistas y negocia la paz con las potencias enemigas sobre la base de sancionar la conversión del Estado sueco en potencia secundaria, incluido a partir de ahora en la órbita de influencia británica, intentando desde este momento frenar el expansionismo ruso hacia Occidente. Dos años después renunció a la Corona en favor de su marido, Federico de Hesse.